Me enciendo un cigarrillo y comienzo a escribir.
Tiro un brik de zumo al cubo amarillo. Pronto volverá a mezclarse con el resto de residuos, en la planta de reciclado de la capital.
Desayuno cereales de avena ecológica, con leche de soja industrializada.
Entre palabra y palabra, una calada.
Me irrito porque mis padres se compran la cafetera de cápsulas tassimo, mientras me sirvo dos cucharadas de nescafé en mi taza preferida.
Reduzco mi consumo de proteínas animales. Voy a hacer la compra con mi vecina y le sugiero que compre carne.
Otra calada.
Llevo meses con unas botas desgastadas, resbalándome en cada esquina. Me voy a las rebajas y me compro una chaqueta de temporada.
Enciendo el cigarro, se me ha apagado.
Rehuyo de las llamadas entrantes de mi teléfono móvil. Le comento a mi padre las ventajas de tener una blackberry.
Día tras día no paro de pensar fórmulas de decrecimiento sostenible. Estudio marketing.
Stop. Se me apaga el cigarro. Vuelta a enchufarlo.
Me voy a correr un poco. Calzo mis nike .
Trato de comprar envases de tamaño grande cuando voy al supermercado. A media tarde echo a la máquina de vending un euro para mi cocacola cero.
Pienso en cómo serán mis hijos, en qué valores les quiero inculcar, en lo mucho que les quiero ya. Mientras su madre, que dice quererles, contribuye a que el planeta se vaya al garete.
Se acabó el cigarro.
Y me pregunto: ¿Hasta cuándo?
Y me contesto: Hasta que tenga valor.
Lástima que mientras lo encuentro otros paguen las consecuencias.